domingo, 31 de octubre de 2010

Homilía en ocasión del 1er Aniversario Luctuoso de Mons. Lázaro Pérez Jiménez


A 25 de octubre de 2010.
Pbro. Juan Galván Sánchez
Diócesis de Celaya.

Con la anuencia de Mons. Benjamín Castillo Plascencia, a quien respetuosamente saludo, compartiré con ustedes, hermanos sacerdotes, consagradas, consagrados… familiares de D. Lázaro y fieles aquí presentes, una sencilla reflexión, con ocasión del primer aniversario luctuoso de nuestro muy querido padre obispo Lázaro Pérez Jiménez, por quien, como Iglesia militante, en el marco de esta Eucaristía, le pedimos a Dios le conceda el eterno descanso.

El Concilio Vaticano II, y en particular la constitución L. G., junto con otros textos del Magisterio de la Iglesia, afirman que los obispos, por institución divina son los sucesores de los Apóstoles en virtud del Espíritu Santo que se les ha dado, son constituidos como pastores en la Iglesia para que también ellos sean maestros de la doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros para gobernar a su pueblo.

Por la consagración episcopal, junto con la función de santificar, los obispos reciben también las funciones de enseñar y regir, que, sin embargo, por su misma naturaleza, sólo pueden ser ejercidas en comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del Colegio Episcopal.

Pero, para la ocasión, más que hacer una exposición de lo que la Iglesia enseña acerca de la función episcopal, quizás sea suficiente la anterior alocución referente a la tría munera, es decir, a la triple función de Cristo, de la cual participan de un modo especial los obispos, al recibir la cumbre del ministerio sagrado.

Esa función se concreta en la persona del obispo, cuando a nombre de Cristo, como sacerdote santifica al pueblo de Dios que se le ha confiado; cuando modera todo el ministerio de la palabra como maestro, y, cuando rige a su Iglesia, como celoso pastor.

Esas tres funciones –como ya se dijo- propias de quienes participan de la plenitud del sacerdocio, en el ejercicio de su ministerio, D. Lázaro las asumió con toda seriedad. Será Dios quien lo juzgue, pero a los ojos de muchas personas, y sin pretender ahora hacer una lisonja o una vana alabanza a su persona, puede decirse que, en materia doctrinal gozaba de claridad de ideas. Así lo demostró como encargado de la fe en la Conferencia del Episcopado Mexicano y como maestro de la Universidad Pontificia, antes de ser obispo de Autlán y de esta diócesis de Celaya, a la cual prodigó toda su dedicación durante los últimos seis años de su vida.

Característico de su homilía era decir siempre algo nuevo, como lo atestiguan quienes habitualmente participaban de la misa dominical en este sacro recinto, o quienes gozaban de escucharlo en las distintas parroquias y ranchitos alejados de su amada diócesis de Celaya, en la cual estaba dispuesto a quedarse hasta la muerte, como en cierta ocasión abiertamente lo dijera.

En este mismo contexto, siempre procuró la formación permanente de sus sacerdotes, constituyendo una comisión permanente y destinando al año dos tiempos oportunos para tal propósito. Gran interés demostró al estar presente en todos los cursos, ejercicios y retiros. Era consciente que el ejemplo contagia.

En palabras de San Pablo en su Carta a los Efesios, que hemos escuchado como primera lectura, puede decirse que, a ejemplo de Cristo, D. Lázaro procuró hacer de su vida una ofrenda de agradable fragancia para Dios y para sus hermanos.

Desde su llegada a esta región del Bajío mexicano, casi de manera incansable visitó las distintas parroquias, templos y comunidades rurales, que conforman la circunscripción eclesiástica, “ustedes invítenme” -decía- ya sea que se tratara de la fiesta patronal, dedicación de la Iglesia o de alguna otra circunstancia, que él hacia propicia para que el obispo estuviera presente.

En el marco de ese encuentro cercano con su presbiterio y con el pueblo de Dios, no podía faltar el banquete, a veces modesto, a veces muy suculento, pero siempre lo degustaba pacientemente en una amena charla con los comensales, que sin duda disfrutaban de su compañía, y en ocasiones hasta rompiendo las formalidades establecidas. De preferencia, que en la mesa no faltara el pan ni la chicharra, como en las benditas tierras yucatecas le llaman al chicharrón de puerco. ¡Si había que trabajar mucho, también debía comer mucho!. Y al final de la comida nunca olvidaba los halagos para quien la había preparado.

Por lo anterior y por muchos otros detalles aquí omitidos, pronto se ganó el aprecio de su gente, convirtiéndose en un líder de referencia en Celaya y la región, pues era lo más común verlo y escucharlo en los diferentes medios de comunicación, con quienes, en su mayoría, tuvo muy buena relación.

El padre obispo Lázaro, como gustaba que le dijéramos, mantuvo siempre una actitud incluyente. Supo ser amigo de los pobres, de los ricos, de la comunidad en general, de políticos y de algunos gobernantes, con quienes, por la condición de Pastor, guardó una sana distancia, en un espíritu de colaboración solidaria.

Pero la vida da muchas sorpresas, pues teniendo aún muchos planes y proyectos, tanto para la diócesis como a nivel personal, de manera totalmente inesperada, el Señor Jesús lo llamó a su presencia; un acontecimiento que nos costó entender, pero que aceptamos a la luz de la fe, conscientes de que precisamente en el devenir de los acontecimientos, Dios va tejiendo los hilos de la historia y de la salvación.

Permítanme decirles que en una reunión en el obispado, en los días inmediatos al lamentable deceso del padre obispo, estando presentes algunos de sus familiares y algunos sacerdotes, D. Víctor Pérez Jiménez, su hermano, dijo al respecto: “con la muerte de las personas, la Iglesia no se acaba, la diócesis seguirá su camino”. Comentario sabio, sin duda. Y aquellas casi proféticas palabras se han hecho realidad en la persona de Mons. Benjamín Castillo Plascencia, ya que Dios, en su Providencia, nos lo ha enviado como pastor de esta Iglesia de Celaya. Ahora él preside nuestra celebración y, con su particular forma de ser, seguirá confirmando en la fe a sus hermanos, a la comunidad de creyentes que se le ha confiado. Entre tanto, sigamos recordando a quien fuera el tercer obispo de Celaya. Estoy seguro que no es efímero el afecto que hacia él sentimos y creo firmemente que la mejor manera de honrarlo, además de encomendarlo a Dios, es tratar de hacer vida sus enseñazas, sus consejos y su valioso testimonio, pues como dice San Agustín: “la memoria, es el presente de las cosas pasadas”. Descanse en paz.

Pbro. Juan Galván Sánchez

domingo, 3 de octubre de 2010

San Francisco de Asís. (Película Completa, 1961)



Nacionalidad: USA
Director: Michael Curtiz (Mihály Kertész)
Productor: Perseus
Guión: de la novela de Lous de Whol
Música: Mario Nascimbene
Fotografía: Piero Portalupi
Año: 1961
Duración: 106 min.
Género: Drama religioso


Hollywood no podía permanecer insensible a la fascinación de Francisco, y he aquí que en 1961 Michael Curtiz realizaba "Francisco de Asís", producido y distribuído para la 20th Century Fox e interpretado por Bradford Dillman (Francisco) y Dolores Hart (Clara). La película, exhibida de vez en cuando en televisión, rica de escenografías y vestuarios, es un típico producto hollywoodiano: mucho lujo, escasa credibilidad histórica, poca profundización psicológica de los personajes, ningún rastro de espiritualidad franciscana, puesto que el protagonista parece más un caballero de la mesa redonda que el hombre de la renuncia y la penitencia.

Enzo Nata, "S. Francesco Patrono d'Italia", febr. 1999, p. 33). El personaje de Francisco sacude también a la lejana Hollywood y en 1961 Michael Curtiz (el director de La carga de los 600 y Robin Hood) le da aquel tono espectacular típico del cine americano a un asunto que se beneficia de las sugestivas vistas del Cinemascope y de la fotografía en color (del italiano Piero Portalupi). Los intérpretes (de Francisco de Asís, n. del tr.) son Bradford Dillman y Dolores Hart en el papel de Clara. Que los caminos del Señor son infinitos lo demuestra el hecho que, después de esta película, Dolores Hart decidió dejar el cine y de emitir los votos, entrando en un convento de Massachussetts.

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