domingo, 27 de noviembre de 2011

Intervención de Sor Verónica Berzosa (Iesu Communio) en el Encuentro de la Nueva Evangelización



17 de octubre de 2011.- Ofrecemos el texto completo de la intervención de Sor Verónica Berzosa, Superiora general del Instituto «Iesu Communio», pronunciado el pasado sábado 15 de octubre en el Aula Pablo VI del Vaticano durante la celebración del I Encuentro de la Nueva Evangelización. Incluye el vídeo. 


En medio de tanta desesperanza…”Pero ¿qué estáis diciendo? O vivís fuera de la realidad sin pisar la tierra o, si es verdad la alegría que veo y lo que decís, no puedo ocultar mi enfermedad: mi enfermedad es que no conozco al Señor“. Esta afirmación la escuché hace muy poco a una joven en uno de los encuentros que mantenemos en nuestros locutorios, donde compartimos con sencillez la fe con quienes se acercan a nuestra casa.

Y continuó diciendo aquella joven: “Creo que la desesperanza me apresó por tratar de defenderme del cristianismo, concibiendo el ser cristiano como un obstáculo para alcanzar la felicidad, como si Dios fuera un enemigo a la puerta que viniese a coartar mi libertad y a deshacer mis planes”. En estas palabras se resume la experiencia de muchos otros, incluso de nosotras mismas.

No es la tristeza por lo que se tiene -a veces muchísimo-, por más legítimo y honesto que pueda ser, sino la tristeza por lo que no se tiene, por lo que se anhela, sin que uno pueda dárselo a sí mismo y quizás sin capacidad para ni siquiera expresarlo. Ese anhelo lleva consigo la certeza de que no merece la pena vivir por menos de lo que intuimos, o de que malvivimos cuando renunciamos a entendernos en el designio con el que Dios quiere plenificarnos. El corazón sufre opresión cuando amordazamos el clamor más hondo de nuestro ser, y entonces sobrellevamos el paso del tiempo de la forma menos incómoda o, si se puede, más placentera posible; en cualquier caso, padecemos cuando desertamos de llegar a ser hombres en la plenitud para la que fuimos creados.

Decimos tener pánico al sufrimiento y a la muerte. Pero ¿acaso no tenemos miedo a vivir al no encontrar el sentido de la vida ni su valor y, por tanto, no somos capaces de afrontar los acontecimientos diarios?

Imposible olvidar el impacto que me produjo a mis diecisiete años ver literalmente una alfombra humana de jóvenes tirados por tierra, desorientados, despersonalizados. Mi reflexión fue ésta: “Señor, ¿Tú nos ha creado para esto? ¡No, no, estoy segura de que no!” Yo misma me sorprendí hablando con Él, porque indudablemente Él estaba allí; jamás puede el Creador abandonar la obra de sus Manos. Aquella imagen determinó mi vida; nadie tenía que convencerme de que el hombre, si no vive abrazado a Dios y a su voluntad, está desorientado, camina a tientas, no logra saber quién es, ni a dónde va, ni con quiénes puede avanzar en verdad.

La sed pone de manifiesto el grito del Espíritu en el corazón del hombre


Me atrevo a afirmar que, a veces, quizás demasiadas, caemos donde no queremos buscando saciar por caminos equivocados, como el hijo pródigo, el clamor de amor, felicidad, salvación, comunión, plenitud que existe en lo más profundo del hombre. Estamos bien hechos, incluso cuando experimentamos la sed abrasadora de una vida en plenitud; una sed que, cuando busca ser saciada en espejismos, aún se hace más ardiente y fomenta más la desesperanza. Esa sed, en definitiva, pone de manifiesto el grito del Espíritu en el corazón del hombre, para que no se conforme con una vida mediocre, para que se sienta espoleado a acoger la vida en plenitud.

La sed del hombre resuena en el grito de Cristo en la Cruz: “Tengo sed” (Jn 19, 28). La sed del hombre sólo se calma, sólo encuentra alivio y descanso en Jesús, ¡sólo en Jesús!, el Mendigo sediento que sale al encuentro de la mujer samaritana: “Si conocieras el don de Dios…” (Jn 4, 10). Cristo no viene jamás a arrebatar, sino que desea ardientemente agraciar a la criatura con el don de Dios, colmar a su criatura con una vida en plenitud mediante el don del Espíritu que nos introduce en la comunión del amor trinitario. Cristo es el que está sediento por colmar nuestra sed; Cristo tiene sed de que del seno del sediento lleguen a brotar ríos de agua viva, fecundidad desbordante.

Pero como ni la imposición ni el avasallamiento son propios de Dios, éste sale al encuentro de la libertad humana invitándola a abrirse a su don: “Si conocieras el don de Dios…, tú le pedirías, y Él te daría…”. Su atracción es su Amor. Su promesa, el designio del Amor de Dios, por ser don, el hombre no lo hubiese podido ni soñar, pero lo reconoce cuando se hace presente.

El Espíritu derramado, don de Dios, conduce siempre al encuentro personal con Jesús, a la configuración con el Resucitado, con el Viviente, en una comunión que supera cualquier frontera de espacio y de tiempo, pero que afecta a nuestra concreta vida e historia, a nuestro aquí y a nuestro hoy. El Espíritu, a la vez que nos configura a Cristo, crea la comunión entre los creyentes, porque nunca recrea a los hombres como individuos aislados sino constituyendo un cuerpo, el cuerpo de Cristo, la Iglesia, que en modo alguno es la mera suma de unos individuos con unos mismos ideales o valores, sino el hogar alentado por el Espíritu, que perpetúa a lo largo del tiempo la presencia de Cristo, la visibilidad del Señor.

El testimonio cristiano, testimonio de un don incomparable. Nuestro testimonio, sencillamente, como posiblemente el de ustedes, es haber quedadocautivadas por el don incomparable de ser cristianos, por la belleza de vida de tantos cristianos que con su forma de vivir, de pensar, de sentir, de actuar señalan al misterio de Jesucristo, el más Bello de los hombres, que enamora y arrebata el corazón como “inseparable vivir”. En la Humanidad de Cristo obediente y plenificado por el don del Espíritu, los creyentes descubren su identidad, su vocación, su misión y su destino. El encuentro con Jesucristo da un vuelco entero a la existencia porque, al quedar nuestra mirada fija en Él, nos libera de la mirada egocéntrica que nos empequeñece y pervierte, porque el hombre sólo camina hacia la plenitud cuando se abre al designio de Dios y al caminar de los hombres, redescubiertos como hermanos a los que Dios ama con ternura.

Cautiva ver el gozo de vidas plenificadas por el Espíritu Santo. Por medio de ellas, se suscita el deseo y la decisión de vivir en santidad. En la Iglesia, hemos podido apreciar la belleza de la santidad como plenitud de la existencia, que impulsa a vivir postrados en actitud de continua conversión. En la Iglesia, se nos permite acercarnos a la experiencia de los santos, que no es sólo algo del pasado ni un itinerario para unos pocos ni un privilegio de una élite: la santidad es, por el contrario, la más profunda vocación humana.

La santidad es la más profunda vocación humana. Los creyentes, con la belleza y la dignidad de su vida, son testigos gozosos de Jesús resucitado. Viven del Espíritu de Cristo y en Cristo, porque su vida se alimenta en la mesa del Señor, donde cada día pueden asistir al milagro de la Eucaristía, y donde el Cuerpo entregado y la Sangre derramada del Señor se ofrecen en abrazo de unión que les permite hacerse una carne con el Cuerpo resucitado de Cristo y un cuerpo con sus hermanos.
Con entrañas de Eucaristía ofrendan y hacen fecundos todos los espacios y todos los momentos de la vida, no como conquista humana, sino como fruto del don acogido. Viven del don que nunca deja de ser a la vez promesa futura y tarea presente, adoración postrada y obrar diligente, conscientes de que la historia es el tiempo que Dios se toma para ir haciendo a su criatura hasta conducirla a la plenitud querida por Dios y ya manifestada en la Humanidad glorificada de Cristo.

La existencia de los creyentes es un caminar continuamente orientado hacia Cristo, con el oído despierto a su Palabra meditada y hecha carne, que les posibilita vivir con sobrecogedora dignidad la prosperidad y la adversidad, la salud y la enfermedad, en definitiva, todos los avatares y los momentos de la existencia, incluso la temida vejez y la muerte, abiertos al don del Espíritu de Cristo resucitado que les permite vivir la cruz no desde la rebeldía y la desesperanza sino desde la fecundidad de la obediencia, confiados en la misericordia de su Señor que les ha prometido vivir eternamente con Él.

El gran testimonio que roba el corazón es ver en el hombre el obrar de Cristo que se realiza y se expresa en la comunión en la que viven los cristianos; se aman de verdad y están dispuestos a entregar la vida unos por otros. La comunión distingue a los discípulos de Cristo y es el más bello testimonio y el más poderoso atractivo. En su entorno, a pesar de su conciencia de fragilidad, herida por el pecado, florece la vida y la alegría; porque encarnan y anuncian la fecundidad del don del Evangelio. Lamentan y lloran todo lo que emborrona, enturbia o fractura la belleza de la comunión eclesial, pero no lo convierten en ariete contra la institución y sus pastores, sino que les impele a una renovada conversión y a un más decidido anhelo de santidad, alejado del escándalo puritano.

En la comunión eclesial que el Espíritu de Jesús ha hecho posible, vemos la audacia de una libertad que no se arredra ante la avasalladora presencia del mal en cualquiera de sus manifestaciones o estrategias, sino una libertad siempre disponible para abrazar y seguir el querer de Dios. Los creyentes aman la verdad, viven de ella; conciben el pecado como profanación de la dignidad sagrada de la criatura y, por tanto, como ofensa a Dios; evitan la violencia y el egoísmo como negación del amor, no consienten con la injusticia, huyen de la envidia y de la ambición, que atentan contra la comunión.

Los creyentes se desbordan en compasión y perdón; entregan la vida que se aprecia y se acoge como un don precioso para que se haga don para otros y despierte el deseo de entrega, de amar y servir, porque comprenden que la gloria del hombre es perseverar y permanecer en el servicio de Dios, un Dios que en Jesucristo, el Hijo hecho Siervo por amor, ha salido a su encuentro: los ha acogido, los ha lavado, los ha servido, los ha alimentado, los ha liberado, los ha fortalecido hasta hacerlos presencia suya en medio de los hombres, sin que por ello se crean mejores ni superiores a los demás: simplemente se sienten y actúan como servidores del don, y esto constituye su gozo y su recompensa.

En la comunión de la Iglesia de Cristo, hemos conocido, por más que experimenten su incapacidad para llegar a todas las heridas y dolores del mundo, el amor solícito y atento de hombres y mujeres, cuyas vidas se han gastado fecundamente, confiados en que la victoria de Cristo, y no el mal, tendrá la última palabra en la historia de los hombres; pero esa esperanza futura no impide que sus manos ahora se acerquen y alivien el dolor y el sufrimiento de los menesterosos, pobres, marginados, olvidados, desesperanzados, desorientados, angustiados… en los que ven a Cristo mismo que sale a su encuentro.

Cristo en su Iglesia ha ganado nuestro corazón. Cristo en su Iglesia ha ganado nuestro corazón, porque en ella no nos hemos encontrado con un Dios rival de nuestra felicidad, de nuestra plenitud, sino con el Dios de Jesucristo, garante de la razón, la libertad, el bien, la verdad, la belleza, la vida del hombre, porque “la gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la visión de Dios” (San Ireneo).


En la Iglesia, tierra de vivientes, hemos experimentado el amor y la ternura de Dios. Cristo, nuestro Buen Samaritano, no ha pasado de largo ante nosotras, sino que se ha compadecido de nuestras heridas, se ha abajado para levantarnos y rescatarnos, tal y como estábamos nos cargó sobre sí, ha derramado sobre nosotras óleo de sanación y nos ha confiado al cuidado y guía del Espíritu en la Iglesia. Hemos experimentado la fiesta de la salvación por el hijo desorientado que volvió al calor y a la luz del hogar.

Quien ha conocido la sed de Cristo sobre su vida queda herido por su sed y abrasado por el deseo de que todos conozcan el don de Dios, está dispuesto a que su vida se haga por entero don y entrega que calme la sed de sus hermanos; lejos de ofrecer vinagre ante el grito del Crucificado, anhela ardientemente que se cumpla el deseo que Jesús expresó al Padre antes de su Pasión: “Que todos sean uno en nosotros para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17, 21). La comunión configura nuestra existencia y se convierte en testimonio y misión.

En la Iglesia, hogar del Espíritu, nos ha traspasado el grito de Cristo: “Tengo sed”, que sigue hoy resonando de mil maneras en todos los confines de la tierra, porque el hombre tiene sed del don de Dios, aunque muchos lo ignoren o incluso lo rechacen.

Urgidas por la sed de Cristo. Urgidas por la sed de Cristo mismo, que no quiere que ninguno se pierda sino que todos tengan vida abundante, queremos ofrecer lo que de la Iglesia estamos recibiendo y aprendiendo. Queremos ser testigos de que nada hemos perdido, de que, por el contrario, nuestra vida se ha visto enriquecida en todo. Queremos ser presencia del don recibido.


Nuestra comunión quiere ser templo donde, en adoración, se custodie la presencia del Dios vivo, se ame al Esposo con todo el ser, y arda día y noche la oración continuada que acoja y abrace el lamento, el dolor, la esperanza del mundo, y se vele por cada uno de los hijos que se nos confían.

Nuestra comunión quiere ser hogar con entrañas de Eucaristía donde se celebren los Sacramentos, donde se invite al abrazo del perdón sanador y al banquete de la Eucaristía, alimento para avanzar sin temor en el camino de la santidad; nuestra comunión quiere ser casa encendida donde se espere siempre al hijo que vuelve malherido, decepcionado, arrepentido, desorientado o abierto también al don; posada donde el Buen Samaritano siga otorgando descanso, aliento y fortaleza para emprender, continuar o retomar el camino de la fe.

Nuestra comunión quiere ser casa siempre abierta donde se comparta la fe en Jesucristo desde la personal experiencia de rescate y sanación, donde se comparta la Palabra proclamada y encarnada para ayudarnos a superar la oscuridad que a veces obstaculiza el peregrinar.

Nuestra comunión quiere ser testimonio de que, a pesar de nuestras fragilidades y caídas, el Espíritu es capaz de unir, por encima de las diferencias, a los dispares y dispersos para que seamos un solo corazón y una sola alma porque el Espíritu recrea a cada uno de manera única e irrepetible, y al mismo tiempo nos inserta armoniosamente en una comunión donde el tú y el yo no se entienden sin ser nosotros, destruyendo así la soledad y el doloroso vacío del corazón.

Nuestra comunión quiere ser seno donde se testimonie la dimensión materna de la Iglesia, donde los hijos de Dios envueltos en caridad y en esperanza sean alumbrados y se sientan invitados a descubrir la grandeza y la belleza de la vida humana llamada a ser presencia del Amor de Cristo aquí y ahora.
Nuestra comunión quiere vivir unida al canto de María que proclama la grandeza y la fidelidad de Dios, así como la alegría de la criatura cuando se deja recrear por su Señor.

Llenas de agradecimiento. No puedo concluir mis palabras sino manifestando mi más profundo agradecimiento y amor al Santo Padre Benedicto XVI, padre, pastor, maestro, sucesor de Pedro, garantía de la comunión eclesial para vivir en la permanente novedad del Evangelio que primorosamente la gran Tradición eclesial ha conservado y transmitido desde la frescura de las primeras generaciones cristianas hasta nuestros días; gracias a los pastores que, configurados con Cristo, el Buen Pastor, velan sin descanso por cada uno en la gran fraternidad que constituye la Iglesia extendida por todo el mundo; gracias a todos los que desde la rica variedad de vocaciones y carismas suscitados por el Espíritu Santo nos hacéis presente a Cristo; y permitidme que asimismo muestre mi agradecimiento a mis hermanas, la pequeña heredad en la que Dios ha querido que viva mi consagración: acogiendo y ofreciéndonos el perdón cada día, no queremos otra cosa que dejarnos hacer por las manos de Dios, el Hijo y el Espíritu Santo, con su infinita paciencia creadora.

Gracias a quienes hacéis posible que confesemos cada día con más asombro y gratitud: “Creo en Dios Padre, que con su amor omnipotente creó el cielo y la tierra como lugar de encuentro y diálogo amoroso con los hombres, a los que había destinado de antemano a vivir de y en la comunión del amor trinitario. Creo en Jesús, el Ungido, su Hijo único, nuestro Señor, que por nuestra causa nació de las entrañas virginales de María, fue bautizado, padeció, murió, fue sepultado, resucitó y subió al cielo para liberarnos del pecado y de la muerte y hacer que, como hijos, vivamos de y en la comunión del amor trinitario. Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que Cristo derramó de una manera nueva sobre los hombres para configurar la Iglesia, que, por medio de la comunión en las realidades santas, especialmente la Eucaristía y el perdón de los pecados, preludia en nuestra tierra y en nuestro tiempo la resurrección de la carne para que, elevada ésta a la altura de Dios, goce eternamente de la comunión del amor trinitario”.
Gracias, Jesucristo; gracias, Madre Iglesia.

Madre Verónica Berzosa 
Superiora general del Instituto «Iesu Communio»

miércoles, 1 de junio de 2011

La Iglesia frente al problema de los OVNIs - Mons. Corrado Balducci


La Iglesia frente al problema de los OVNIs - Mons. Corrado Balducci

Wikipedia: Monseñor Corrado Balducci (Milán, Italia, 11 de mayo de 1923,1 - † Roma, 20 de septiembre de 2008.2 ) fue un sacerdote italianocatólico, teólogo y miembro de la curia Vaticana,3 amigo cercano del Papa Juan Pablo II (Papa),4 Fue exorcista durante largo tiempo para la Arquidiócesis de Roma,3 así como prelado de la Congregación para la Evangelización y la Sociedad para la Propagación de la Fe.3 Escribió varios libros sobre el mensaje subliminal satánico en la música rock y metálica, sobre posesiones demoníacas y sobre la vida extraterrestre.3 Aparecía frecuentemente en la TV italiana para hablar de satanismo, religión, y extraterrestres.5

El tema se divide en 6 puntos:

1. Premisa
2. Algo real debe haber
3. Consideraciones teológicas sobre la habitabilidad de otros planetas
4. Que cosa se lee en las sagradas escrituras
5. Que piensa de esto La Iglesia
6. Testimonios a favor de la existencia de los OVNIs

Puntos que aclara Mons. Balducci al principio de su intervención:
a. La siglas OVNI, (Objeto volador no identificado) la uso aquí en un sentido mas amplio, o bien mas completo, tratando de comprender la existencia de seres que viven en otros planetas.
b. El objetivo de mi intervención es el de subrayar como ya en este momento en el fenómeno OVNI, algo de verdad debe existir, y como esta verdad no se contrasta en lo mas mínimo con nuestra religión.

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lunes, 16 de mayo de 2011

Antes Clarisas de Lerma y La Aguilera, ahora Iesu Communio.

Antes Clarisas de Lerma, ver Link



Ahora Iesu Communio

Iesu Communio: La Congregación más joven de Europa


MADRID, 19 Feb. 11 / 05:24 pm (ACI/EWTN Noticias)

Unas tres mil personas asistieron en Lerma (España) a la Misa de Acción de Gracias por la aprobación pontificia de Iesu Communio, una nueva congregación de vida contemplativa que cuenta con 177 religiosas de una media de edad menor a los 30 años.

En la Eucaristía celebrada el 12 de febrero en la Catedral de Burgos, las religiosas renovaron sus votos y dieron gracias a Dios por la aprobación de su carisma.

La fundadora y superiora de la nueva congregación es Sor Verónica Berzosa, de 44 años de edad, y las religiosas que integran esta nueva comunidad abandonaron la orden de las Clarisas para resurgir en esta congregación.

El nuevo instituto religioso de derecho pontificio fue aprobado por el Papa Benedicto XVI en un decreto firmado el 8 de diciembre pasado, solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.

La celebración fue presidida por el Arzobispo de Burgos, Mons. Francisco Gil Hellín, junto al Nuncio Apostólico en España, Renzo Fratini, y el Presidente de la Conferencia Episcopal Española, Cardenal Antonio María Rouco Varela.

Las 177 religiosas se situaron en la nave central del templo, vestían un novedoso hábito de tela jean (vaqueros) con un cordón azul claro atado a la cintura, llevan un pañuelo celeste que les cubre la cabeza y sobre el hábito lucen una capa azul oscura.

En sus palabras finales, la Superiora de Iesu Communio, expresó su "profundo e indecible agradecimiento a Dios y a la Madre Iglesia", y su gratitud a "los dos Papas más cercanos: Juan Pablo II y Benedicto XVI, que tanto han influido en nuestra vocación!"

"Quien deja entrar a Cristo en la propia vida no pierde nada, nada, absolutamente nada de lo que hace la vida libre, bella y grande", añadió recordando unas palabras del Papa Benedicto XVI.

Despedida de las Clarisas

Iesu Communio envió a ACI Prensa la carta de Sor Verónica dirigida a las Hermanas Clarisas Franciscanas el pasado 24 de diciembre, en la que explica que ante este nuevo camino "una sólo sabe reconocer que su corazón ha sido robado por el amor entregado de Dios, y que, encontrado el Tesoro incomparable, ya no puede más que avanzar en el camino que Él va indicando".

"Él ha querido que esta forma de vida, Iesu Communio, tuviese su cuna en la Orden Franciscana, y estamos muy agradecidas a Dios por este don; sólo Él sabe por qué, y quizá más tarde, e incluso posteriores generaciones, comprenderán", "tras 27 años desde mi entrada en el monasterio, me atrevo a afirmar que debo mi perseverancia en la vocación a la Madre Clara", agregó Sor Verónica.

Info de AciPrensa

El 4 de septiembre del pasado año de 2010, el papa Benedicto XVI daba su conformidad al dictamen favorable a la fundación del instituto religioso de vida consagrada, Jesu Communio, presentado por el cardenal Fran Rodé, prefecto de la Congregación de la Vida Consagrada. En su virtud, con fecha del día 8 de este citado mes y año, la Santa Sede dicta un decreto por el cual aprueba la fundación de dicho instituto de Vida Consagrada bajo las siguientes disposiciones:

Primera.- El monasterio autónomo de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo a los Cielos de la Orden de las Hermanas Pobres de Santa Clara de Lerma en la provincia de Burgos, España, pasa a ser instituto religioso contemplativo de Vida Consagrada, de derecho pontificio, bajo el nombre de Jesu Communio.

Segunda.- Aprueba sus Constituciones ad experimentum por cinco años conforme a la praxis habitual que atenúan la clausura. Durante este tiempo se verá si son suficientes para ordenar la vida y misión de las hermanas de este instituto o es preciso revisarlas o completarlas antes de su aprobación definitiva.

Tercera.- El dicho monasterio autónomo de la Orden de las Hermanas Pobres de Santa Clara de Lerma queda extinguido canónicamente y ordena que su patrimonio activo y pasivo pase al citado instituto de Vida Consagrada, Jesu Communio.

Cuarto.- Las religiosas que han profesado solemnemente o temporal en dicho monasterio extinguido conservarán la misma condición de profesas solemnes o temporales en el mencionado nuevo instituto religioso con los mismos derechos y obligaciones establecidos por el Derecho Canónico y por sus Constituciones.

Quinta.- Las religiosas ancianas, enfermas o tengan otros motivos fundados que pidan seguir en la Orden de las Hermanas Pobres de Santa Clara podrán continuar como tales sin la obligación de pasar al citado nuevo instituto religioso Jesu Communio, y al mismo tiempo permanecer en esta comunidad con derecho de voz y voto en su Capítulo General.

Sexto.- Reconoce como fundadora de dicho instituto Jesu Communio a sor Verónica María Berzosa Martínez, confirmándola como superiora general junto con su vicaria y consejo.

Séptimo.- Encomienda especial cuidado y vigilancia de dicho nuevo instituto religioso Jesu Communio al arzobispo de Burgos, sin perjuicio de su vida y gobierno propio por espacio de cinco años durante los cuales informará a la Congregación de la Vida Consagrada

sobre su marcha y desarrollo.

Links

- Revista Ecclesia

- mspositivo.blogspot.com

- Iesu Communio en Wikipedia


Iesu Communio y La JMJ






martes, 15 de febrero de 2011

Historia de la Cruz de los Jóvenes - Documental

La Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud o Cruz de los Jóvenes, (también llamada Cruz del Año Santo, Cruz del Jubileo, Cruz de la JMJ, Cruz peregrina) es una cruz de madera de 3,8 m de altura entregada a los jóvenes por Juan Pablo II en la Jornada de 1984 en Roma (22 de Abril de 1984).

El Papa encomendó a los jóvenes la tarea de llevarla por el mundo "como símbolo del amor de Jesús a la humanidad". "Les confío el signo de este Año Jubilar: ¡la Cruz de Cristo! Llévenla por el mundo como signo del amor del Señor Jesús a la humanidad y anuncien a todos que sólo en Cristo muerto y resucitado hay salvación y redención” decía entonces Juan Pablo II.

En 2003 Juan Pablo II hizo entrega también de una imagen de la Virgen María para acompañar a la cruz en su "peregrinación". Además de estar presentes en grandes encuentros, los dos símbolos realizan un recorrido visitando las diócesis católicas como preparación de estos eventos.

Historia de la Cruz de los Jóvenes - Documental





viernes, 11 de febrero de 2011

El extraterrestre es mi hermano / L'extraterrestre è mio fratello


Entrevista de Francesco M. Valiante en «L´Osservatore Romano» (14 de mayo de 2008) al padre José Gabriel Funes, director del Observatorio Vaticano.

«Salimos a gozar de las estrellas». Cita a Dante —el célebre verso que cierra el último Canto del Infierno— para describir la misión del astrónomo. Misión que consiste, ante todo, en «devolver a los hombres su justa dimensión de criaturas pequeñas y frágiles ante el escenario inconmensurable de miles y miles de millones de galaxias». ¿Y si al final descubriéramos que no somos los únicos que habitan el universo? Esta hipótesis no parece inquietarlo. Es posible creer en Dios y en los extraterrestres. Se puede admitir la existencia de otros mundos y otras vidas, incluso más evolucionadas que la nuestra, sin poner por ello en tela de juicio la fe en la Creación, en la Encarnación, en la Redención. Palabra de astrónomo y de sacerdote. Palabra de José Gabriel Funes, director del Observatorio Vaticano.

Argentino, de cuarenta y cinco años de edad, jesuita, desde agosto de 2006 el padre Funes tiene las llaves de la histórica sede en el Palacio Pontificio de Castel Gandolfo que Pío XI concedió al Observatorio Vaticano en 1935. Dentro de un año aproximadamente las devolverá para recibir las del monasterio de religiosas basilias situado en el límite entre las Villas Pontificias y el término municipal de Albano, monasterio al que se trasladarán los despachos, los laboratorios y la biblioteca del Observatorio. Aúna unas maneras amables y serenas al ligero desapego de las cosas terrenales propio de quien está acostumbrado a dirigir la mirada hacia lo alto. Un poco filósofo y un poco investigador, como todo astrónomo. Contemplar el cielo es, en su opinión, el acto más auténticamente humano que se pueda realizar. Porque —y así lo explica a «L’Osservatore Romano»— «dilata nuestro corazón y nos ayuda a salir de los muchos infiernos que la Humanidad se ha creado en la tierra: las violencias, las guerras, las pobrezas, las opresiones».

¿Cómo nace el interés de la Iglesia y de los papas por la astronomía?

Sus orígenes pueden fijarse en Gregorio XIII, que fue el artífice de la reforma del calendario en 1582. El padre Cristoforo Clavio, jesuita del Colegio Romano, formó parte de la comisión que estudió la reforma. Entre los siglos XVIII y XIX, hasta tres observatorios llegaron a fundarse por iniciativa papal. Más tarde, en 1891, en un momento de conflicto entre el mundo de la Iglesia y el mundo científico, el papa León XIII quiso fundar, o mejor dicho refundar, el Observatorio Vaticano. Y lo hizo precisamente para mostrar que la Iglesia no se oponía a la ciencia, sino que promovía una ciencia «verdadera y sólida», según sus mismas palabras. El Observatorio nació, por lo tanto, con un objetivo esencialmente apologético, y sólo con el paso de los años se ha convertido en parte del diálogo de la Iglesia con el mundo.

El estudio de las leyes del cosmos, ¿nos acerca a Dios o nos aleja de él?

La astronomía tiene un valor profundamente humano. Es una ciencia que abre el corazón y la mente. Nos ayuda a situar en la perspectiva correcta nuestra vida, nuestras esperanzas, nuestros problemas. En este sentido —y hablo aquí como cura y como jesuita— es también un gran instrumento apostólico que puede acercar a Dios.

Sin embargo, muchos astrónomos no desperdician ocasión alguna para hacer profesión pública de ateísmo.

Creo que es una especie de mito pensar que la astronomía favorezca una visión atea del mundo. Y creo que precisamente quienes trabajan en el Observatorio Vaticano dan el mejor testimonio de cómo es posible creer en Dios y hacer ciencia de manera seria. Más que el mucho hablar importa el trabajo que hacemos. Importan la credibilidad y los reconocimientos obtenidos en el ámbito internacional, las colaboraciones con colegas e instituciones del mundo entero, los resultados de nuestras investigaciones y de nuestros descubrimientos. La Iglesia ha dejado huella en la historia de la investigación astronómica.

¿Podría ponernos algún ejemplo?

Bastaría con recordar que una treintena de cráteres lunares llevan los nombres de antiguos astrónomos jesuitas. Y que un asteroide del sistema solar lleva el nombre de mi antecesor en la dirección del Observatorio, el padre George Coyne. También se podría evocar la importancia de aportaciones como la del padre O’Connell a la individuación del «rayo verde» o la del hermano Consolmagno a la recalificación de Plutón. Por no hablar de la actividad del padre Corbally, vicedirector de nuestro centro astronómico de Tucson, que ha trabajado con un equipo de la NASA en el reciente descubrimiento de asteroides que eran restos de la formación de sistemas binarios de estrellas.

El interés de la Iglesia por el estudio del universo, ¿puede explicarse por ser la astronomía la única ciencia que tiene que ver con lo infinito y, por lo tanto, con Dios?

Para ser exactos, el universo no es infinito. Es muy grande, pero es finito, porque tiene edad: unos catorce mil millones de años, según nuestros conocimientos más recientes. Y si tiene edad, significa que también tiene un límite en el espacio. El universo nació en un momento determinado y desde entonces se expande continuamente.

¿Qué lo originó?

La del big bang sigue siendo, a mi juicio, la mejor explicación del origen del universo que tengamos hasta la fecha desde el punto de vista científico.

¿Qué pasó, pues?

Durante trescientos mil años la materia, la energía y la luz permanecieron unidas en una especie de mezcla. El universo era opaco. Después se separaron. Por eso nosotros vivimos ahora en un universo transparente, en el que podemos ver la luz: por ejemplo, la de las galaxias más lejanas, que ha llegado a nosotros once o doce mil millones de años después. Hay que recordar que la luz viaja a trescientos mil kilómetros por segundo. Y es precisamente ese límite lo que nos confirma que el universo que hoy podemos observar no es infinito.

La teoría del big bang, ¿confirma o contradice la visión de fe basada en el relato bíblico de la creación?

Como astrónomo, yo sigo creyendo que Dios es el creador del universo y que nosotros no somos producto del azar, sino hijos de un Padre bueno, que tiene para nosotros un proyecto de amor. La Biblia, esencialmente, no es un libro de ciencia. Como subraya la Dei Verbum, es el libro de la Palabra de Dios dirigida a nosotros los hombres. Es una carta de amor que Dios escribió a su pueblo, en un lenguaje que se remonta a hace dos mil o tres mil años, una época en la que resultaba totalmente ajeno un concepto como el de big bang. Por eso no puede pedírsele a la Biblia una respuesta científica. De la misma manera, tampoco sabemos si en un futuro más o menos cercano la teoría del big bang quedará superada por una explicación más exhaustiva y completa del origen del universo. Actualmente es la mejor y no se contradice con la fe. Es razonable.

Pero en el Génesis se habla de la tierra, de los animales, del hombre y de la mujer. ¿Excluye esto la posibilidad de la existencia de otros mundos o seres vivos en el universo?

En mi opinión esa posibilidad existe. Los astrónomos estiman que el universo está formado por cien mil millones de galaxias, cada una de las cuales se compone a su vez de cien mil millones de estrellas. Muchas de éstas, o casi todas, podrían tener planetas. ¿Cómo se puede excluir que la vida también se haya desarrollado en otras partes? Existe una rama de la astronomía, la astrobiología, que estudia precisamente este aspecto, y que ha registrado grandes avances durante los últimos años. Examinando los espectros de la luz que procede de las estrellas y de los planetas, pronto será posible individuar los elementos de sus atmósferas —los denominados biomakers— y comprender si se dan las condiciones para el nacimiento y el desarrollo de la vida. Por otro lado, formas de vida podrían existir, teóricamente, incluso sin oxígeno o hidrógeno.

¿Se refiere también a seres similares a nosotros o más evolucionados?

Es posible. Hasta ahora no tenemos ninguna prueba. Pero, ciertamente, en un universo tan grande no se puede excluir esta hipótesis.

¿Y ello no sería un problema para nuestra fe?

Yo creo que no. Al igual que existe una multiplicidad de criaturas en la tierra, podría haber también otros seres, incluso inteligentes, creados por Dios. Esto no se opone a nuestra fe, porque no podemos poner barreras a la libertad creadora de Dios. Como diría San Francisco, si consideramos las criaturas terrenales como «hermano» y «hermana», ¿por qué no podríamos hablar también de un «hermano extraterrestre»? No dejaría de formar parte de la Creación.

¿Y en lo que respecta a la Redención?

Tomemos prestada la imagen evangélica de la oveja perdida. El pastor deja a las noventa y nueve en el redil para ir a buscar a la que se ha perdido. Pensemos que en este universo pueda haber cien ovejas, correspondientes a diferentes formas de criaturas. Los que pertenecemos al género humano podríamos ser precisamente la oveja perdida, los pecadores que necesitan al Pastor. Dios se hizo hombre en Jesús para salvarnos. Así, aunque existieran otros seres inteligentes, de ello no se desprende necesariamente que precisen ser redimidos. Podrían haber permanecido en amistad plena con su Creador.

Insisto: Si, por el contrario, fueran pecadores, ¿sería posible una redención para ellos también?

Jesús se encarnó una vez por todas. La Encarnación es un acontecimiento único e irrepetible. De todas formas, estoy seguro de que ellos también, de alguna manera, tendrían la posibilidad de gozar de la misericordia de Dios, tal y como nos pasa a los hombres.

El próximo año se celebrará el bicentenario del nacimiento de Darwin, y la Iglesia volverá a enfrentarse al evolucionismo. ¿Puede la astronomía contribuir a esa confrontación?

Como astrónomo puedo decir que de la observación de las estrellas y de las galaxias se desprende un evidente proceso evolutivo. Éste es un dato científico. Tampoco en esto veo yo contradicción entre lo que de la evolución podemos aprender —siempre y cuando no se transforme en ideología absoluta— y nuestra fe en Dios. Hay verdades fundamentales que, pese a todo, no cambian: Dios es el Creador, la creación tiene sentido, no somo hijos del azar.

Sobre estas bases, ¿es posible un diálogo con los hombres de ciencia?

Diría aún más: es necesario. La fe y la ciencia no son inconciliables. Lo decía Juan Pablo II y lo ha repetido Benedicto XVI: fe y razón son las dos alas con las que se eleva el espíritu humano. No hay contradicción entre lo que sabemos a través de la fe y lo que aprendemos a través de la ciencia. Puede haber tensiones o conflictos, pero no debemos tener miedo. La Iglesia no debe temer a la ciencia y a los descubrimientos.

Como, en cambio, sucedió con Galileo.

El suyo fue ciertamente un caso que marcó la historia de la comunidad eclesial y de la comunidad científica. Es inútil negar que hubiera conflicto. Pero pienso que ha llegado el momento de pasar página y de mirar, en cambio, al futuro. Aquel acontecimiento dejó heridas. Hubo malentendidos. La Iglesia, de alguna manera, ha reconocido sus equivocaciones. Tal vez se podía haberlo hecho mejor. Pero ahora es el momento de curar esas heridas. Y ello se puede llevar a cabo en un contexto de diálogo sereno, de colaboración. La gente necesita que ciencia y fe se ayuden mutuamente, sin traicionar, naturalmente, la claridad y la honradez de sus respectivas posiciones.

Pero, ¿por qué resulta hoy tan difícil semejante colaboración?

Creo que uno de los problemas de la relación entre ciencia y fe es la ignorancia. Por un lado, los científicos deberían aprender a leer correctamente la Biblia y a comprender las verdades de nuestra fe. Por otro, los teólogos y los hombres de Iglesia deberían ponerse al día sobre los avances de la ciencia, para poder dar respuestas eficaces a las cuestiones que ésta continuamente plantea. Desafortunadamente, también en escuelas y parroquias se echa en falta un itinerario que ayude a integrar fe y ciencia. A menudo los cristianos permanecen estancados en los conocimientos que adquirieron cuando estudiaban Catecismo. Creo que se trata de un auténtico reto bajo el punto de vista pastoral.

¿Qué puede hacer en este sentido el Observatorio Vaticano?

Decía Juan XXIII que nuestra misión debe ser la de explicar a los astrónomos la Iglesia y a la Iglesia la astronomía. Somos como un puente, un pequeño puente, tendido entre el mundo de la ciencia y la Iglesia. Por este puente, unos van en una dirección y otros en otra. Como nos ha recomendado Benedicto XVI a los jesuitas con ocasión de nuestra última Congregación General, debemos ser hombres de frontera. Creo que el Observatorio Vaticano tiene esta misión: estar en la frontera entre el mundo de la ciencia y el mundo de la fe para dar testimonio de que es posible creer en Dios y ser buenos científicos.

(«L’Osservatore Romano», 14-5-08; original italiano; traducción de ECCLESIA.)

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